Que Stephen King ha sido perseguido por los monstruos más horrendos que el cine y la cultura norteamericana pueden engendrar, llámeseles refrito y abuso temáticos, no es asunto nuevo. Su nombre evoca por un lado películas clásicas de terror como El resplandor, Carrie y Zona Muerta y por otro lado un sin fin de filmes fallidos como Cujo, Christine o Cementerio de mascotas. Tanto unas como otros demuestran que los personajes y temas de su narrativa forman parte ya de la mitología de horror estadounidense y por consecuencia el cine ha explotado dichos tópicos hasta el cansancio. Que consideremos las adaptaciones de sus novelas y cuentos como una retahíla de lugares comunes e ideas trilladas puede deberse más a la cómoda costumbre de la industria hollywoodense de recurrir a la obra de Stephen King cuando de producir películas de miedo se trata, que a la entendible y natural obsesión temática de éste o cualquier otro escritor.
Lo que escapa a este debate es la cuestión de qué elementos vuelven no sólo atractivos para la adaptación cinematográfica los relatos de King sino por qué son tan populares o familiares entre los espectadores norteamericanos. La lectura del libro Danza Macabra nos despeja éstas y otras incógnitas. El texto, editado en español por la colección intempestivas de Valdemar, es un ensayo que a modo de guía cinéfaga nos adentra en las raíces de la literatura de horror pero que también nos conduce por las adaptaciones tempranas del género en el cine y nos enseña las películas, radiodramas y series televisivas que impactaron a la generación de mediados del siglo veinte. Es revelador para quien se acerque a esta danza literaria el constatar que desde el inicio hasta el final del ensayo el autor no deja de reflexionar acerca de los símbolos que el género remueve en la conciencia social y nos exhibe las piezas retóricas con las que generaciones de literatos han ordenado algo así como un canon macabro. Por ejemplo, al indagar sobre el mecanismo del relato de horror descubre que éste funciona siempre a dos niveles, uno de los cuales es el efecto de repugnancia, como “cuando Regan vomita en la cara del sacerdote o se masturba con un crucifijo en el Exorcista.” El otro nivel del horror alude y explica el título del libro:
“Sin embargo, a otro nivel más poderoso, el trabajo del horror es realmente como una danza: una búsqueda rítmica y sinuosa. Y lo que busca es ese lugar en el que usted, el espectador o lector, vive a su nivel más primitivo.”
Y sobre si este tipo de creaciones puede considerarse algo más que efectismo literario o cinematográfico, responde:
“¿Es arte el horror? A este segundo nivel, la obra de horror no puede ser otra cosa; alcanza el nivel de arte porque está buscando algo más allá del arte, algo que precede al arte. Está buscando lo que yo llamo los puntos de presión fóbica”
A la siempre viva polémica por la definición entre horror y terror que tanto obsesiona y ocupa a tantos lectores o cinéfagos, King también los ilumina con esa negra luz tan suya, ejemplificando los niveles en los cuales podemos apreciar esas sutiles distinciones:
“El terror es el sonido de los latidos constantes de un anciano en “el corazón delator”; un sonido acelerado, “como un reloj envuelto en algodón”. El horror es la criatura amorfa pero palpable de Slime, la fabulosa novela de Joseph Payne Brennan, en el momento en el que envuelve con su cuerpo a un perro aullante de dolor.
Pero hay un tercer nivel, el de la revulsión. Es en éste donde parece encajar la escena del chetbuster de Alien.”
Es con esta combinatoria que King revela la fórmula de un escritor de cuentos macabros, al confesarnos que en primera instancia está obligado a aterrorizar a sus lectores pero:
“….si descubro que no soy capaz de hacerlo, intentaré horrorizarle; y si descubro que no puedo horrorizarle, recurriré a darle asco. No me siento orgulloso.”
Danza macabra es un libro con más de seiscientas páginas que hace gala de una escritura de largo aliento pero directa al mismo tiempo, como casi todo lo que Stephen King escribe. Entre las multiplicidad de temas que aborda hay un capítulo especialmente significativo para este humilde redactor, y es aquél en donde rememora con el título de La radio y la apariencia de la realidad, las series radiofónicas de los años cincuenta responsables de fermentar la imaginación de la infancia de la pos guerra con toda clase de argumentos y personajes fantásticos. De entre las series que rescata la memoria del literato encontramos CBS mystery theater, Dimesion X, I love a mystery y Suspense. Series todas en las que se escuchaban por igual los relatos de escritores consagrados o emergentes del género de horror y de suspenso. Es justamente la adaptación del cuento La tercera expedición, del entonces principiante Ray Bradbury, la responsable de abrir para el niño King esa dimensión sombría y alucinante que un buen relato de miedo guarda en sus entrañas. De este pasaje del libro vale mucho la pena rescatar el entusiasmo con que King defiende el poder evocativo del lenguaje radiofónico contra la hegemonía de la iconicidad impuesta por la televisión a las generaciones posteriores. Por eso él define como apariencia de la realidad esos referentes estéticos necesarios para que nos asombremos de la representación de un monstruo o de una nave espacial en las pantallas. Apariencia que cambia con los avances tecnológicos, porque ya a nadie impresiona el monstruo con cremallera de la laguna negra pero en su momento ese desliz del vestuarista no importó a los espectadores de la película. La radio no imponía sino que construía con su audiencia esa “apariencia” de realidad.
Pero volviendo al tema cinematográfico, en Danza macabra seguimos la huella de las pesadillas sociales que dan hebra para tejer las historias de espanto encargadas de satisfacer el morbo de quien va solo o en grupo a las salas de exhibición. Miedos reales derivados de la crisis hipotecaria como el proyectado en Amityville de 1979 dan lugar al cine de terror económico; una película como Body Snatchers o Usurpadores de cuerpos de 1956 muestra al cine de horror como discusión política y El Exorcista es un ejemplo de cine de horror social. La sorpresa es el elemento que abunda en la páginas del libro y queda claro en el capítulo La película de horror como comida basura, en el cual hallamos una defensa al mejor estilo cinéfago del gusto , si se quiere malsano pero entretenido, por ver cualquier cantidad de chatarra cinematográfica. Tanto adeptos como retractores de la literatura de Stephen King coincidimos que esta es zona neutral, o mejor, es un oasis para quienes apreciamos lo mejor de lo peor en materia fílmica. En palabras del autor: “Las películas malas abundan. Cada aficionado tiene su favorita. ¿Quién podría olvidar la enorme lona que se suponía era Caltiki, el monstruo inmortal, en la película italiana de 1959 ( Caltiki, Il mostro inmortale, Riccardo Freda)? ¿ O The Manster ( Gerge P. Breakstone y Kenneth G. Crane, 1962), la version japonesa de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde? Otro de mis momentos favoritos incluyen el filtro encendido de un cigarrillo Winston que se suponía era una nave alienígena que se ha estrellado en Teenage Monster ( Jaques Marquette, 1958) y Alllison Hayes como refugiada de un equipo de baloncesto profesional en The Attack of the Fifty-foot Woman ( Nathan Juran, 1958).” Si algún lector está interesado por la historia del cine B norteamericano este es el libro que puede ayudarlo.
La capacidad de Stephen King para citar y vincular temáticamente tantos títulos y argumentos del cine hacen del ensayo una guía completa para quien busque ahondar en el lado oscuro de la pantalla.