Hagamos un ejercicio de imaginación y situémonos en el año 2003. Ahora pensemos en que el vocalista de la conocida banda guanajuatense Los Leones de la Sierra de Xichú, en el momento cumbre del famoso duelo de huapangos de la región Huasteca, sin más nada que la adrenalina a flor de piel, tiene a bien cantar en copla “Estamos avergonzados de que Vicente Fox sea de Guanajuato”. Acto seguido la ovación no se hace esperar.
Seguramente al día siguiente aparecerían viñetas de Magú haciendo referencia al evento, Pepillo Origel hablaría de lo bueno que estuvo el concierto, Alatorre haría un fuerte reclamo por la integridad de la señora Martha (aunque ella no tuviera vela en el entierro) y Loret de Mola diría que terminando el concierto se armó “...la de Dios es padre”. Después de eso, nada. Silencio, olvido, a lo mucho alguno que otro chiste fácil de referencia microbusera. Al presunto vocalista no le sucedería nada, pues el fuero de la popularidad televisiva y radial le protegería de ser desaparecido como aquel infausto “Greñas” que osó pintarle cuernos al ignominioso presidente-ranchero. Finalmente, estamos en México.
Pero da la casualidad de que si eso le ocurriera a un presidente-vaquero, valuarte de la derecha más recalcitrante, estandarte de la democracia a huevo, paladín de la economía de guerra y pa' pronto, junior republicano de apellido Bush, en la nación más poderosa y esquizofrénica del orbe, la cosa cambia, por mucho que seas una banda ganadora del Grammy conformada por tres chicas chic que vieron como su carrera de canta autoras country se venía abajo por una declaración demasiado sincera, pero poco afortunada: “Estamos avergonzadas de que el Presidente de los Estados Unidos sea de Texas”.
Las Dixie Chicks, para quienes no lo sepan -como quien esto escribe, hasta antes de ver el documental “Cállate y canta”-, son tres chicas nativas del estado de la Estrella Solitaria que soñaron con ser una banda de éxito, se esforzaron por lograrlo y, estando en el “país de las oportunidades”, lograron cumplir con su american dream. Una vez que consiguieron darle al country rascuache de la América campesina un glamour hasta entonces insospechado al mezclarlo con arreglos de rock-pop, consiguieron lo que en tierras aztecas el K-Paz de la Sierra: sacar la música popular de los bailes de barriada para llevarla a mercados antes vetados por culpa de prejuicios sociales del estilo de “que nacos los que bailan duranguense”...
Hecha la analogía -chafísima, debo reconocer- ubiquemos entonces a las Dixie en su justo sitio dentro del universo de los espectáculos: se convirtieron en el non plus ultra de la música popular yankee. Ahora pongamos atención al contexto social que les tocó vivir: Texas es uno de los bastiones republicanos más fuertes de los Estados Unidos. Xenófobos, racistas, proclives a la belicosidad, vaquerotes machistas y de fuerte arraigo religioso, todo aquello que huela a cambio, desarrollo, innovación, izquierda, etc. etc. les provoca malestar estomacal. Son, en pocas palabras, la viva imagen del fundamentalismo que condenan. La viga en el ojo propio que se niegan a reconocer. Finalmente situemos al trío en contexto el político: 2003, la guerra contra Irak en su punto más álgido, Bush vendiendo la mentira de que Sadam es el anticristo y su país un búnker repleto de armas nucleares; la popularidad del gnomo con botas hasta el cielo y un nuevo periodo presidencial como un hecho confirmado.
Entonces, la repercusión que alcanzó la hoy célebre frase pronunciada por Natalie Maynes y apoyada por Emily Robinson y Martie McGuire provocó que un alud de sinsabores se convirtiera en su pan de cada día. No se trató de un simple chiste, menos aún de una broma en busca del aplauso fácil. Fue, en realidad, un escupitajo al estilo de vida que las vió nacer -literal y artísticamente hablando- y fue ahí donde no midieron las consecuencias.
El fanatismo a ultranza condenó a un grupo musical a morir en la hoguera política ¿captan lo aberrante del caso? Estaciones de radio country las sacaron de programación, hordas de ex-fans tiraron sus cd's a la basura y no se hicieron esperar los sobrenombres peyorativos hacia ellas. La consigna fue una sola: “cállense”. La bola de nieve creció afectando la vida de las chicas en lo personal -viéndose obligadas a cambiar su residencia a California- y, lógicamente, profesional: patrocinadores que ante el escándalo abandonaron a las Dixie, ventas de discos y de boletaje para conciertos por debajo de lo mínimo esperado, e incluso, una amenaza de muerte para la vocalista. ¿Dónde quedaron, entonces, la libertad de expresión, el respeto a las garantías individuales y derechos humanos, que los mismos gringos se jactan de sembrar por el mundo?
Todo lo anterior queda plasmado en la obra documental Shut Up and Sing, codirigida por Cecilia Peck -hija de Gregory- y Barbara Kopple -ganadora del Óscar en 1976 por el documental Harlan County y directora hace una década de Woody Allen: el hombre del blues, filme sobre la faceta como clarinetista del cineasta neoyorquino-, pero más allá de tratarse de un frío testimonial, esta película se convierte en una emotiva declaración de principios sobre la forma de pensar de tres jóvenes apasionadas de la música. Así, lo que bien pudo haber sido video de backstage para incluir como extra en un DVD de la gira de las Dixie, alcanza la categoría de denuncia-lamento, pero nunca como un débil lloriqueo sino, más bien, como una fuerte llamada de atención sobre una cultura de moralina absurda y añeja que sólo es permisible en un mundo donde el uso del poder no se limita únicamente al armamentismo, sino que se vuelve más dañina y poderosa esgrimiendo una mordaza.
Aun cuando podemos ver su lucha por resurgir aferradas a su ideal teniendo como la terapia más sana la grabación de nuevo material con hirientes letras cuestionadoras de su crucifixión en los medios, las Dixie Chiks saben que su carrera nunca será la misma y, después de ver el documental, nosotros, el público, sabemos que a casi un lustro de este episodio las mentiras del enano maldito se hacen cada vez más evidentes y que por fin, los Republicanos han perdido el Senado y en un futuro cercano, probablemente la presidencia. Pero también sabemos que la intolerancia está sembrada en el corazón de un pueblo hostil, sicótico, disfuncional, egocéntrico, megalómano y basta con que alguien, propio o ajeno, levante una voz inconforme señalando sus errores, para que la cacería de brujas comience y en cada white american trash reencarne un McCarthy sediento de sangre.
CÁLLATE Y CANTA
(Shut Up and Sing)
Dirección: Barbara Kopple, Cecilia Peck; Producción: David Cassidy, Claude Davies, Barbara Kopple, Cecilia Peck; Fotografía: Chris Burrill, Joan Churchill, Seth Gordon, Gary Griffin, Eric Haasse, Luis López, Darrin Roberts; Música: Dixie Chicks; Edición: Muchael Culyba, Bob Eysenhardt, Aaron Kuhn, Emma Morris, Jean Tsien; Testimonios: Natalie Maines, Emily Robinson, Martie MCGuire, Rick Rubin, Simon Rensahw
ESTADOS UNIDOS, 2006 93 MIN.
Participaciones: Festival de Cine de Aspen (Premio del Público a Mejor Documental), Estados Unidos 2006; Festival Internacional de Cine de Chicago (Premio Especial del Jurado, Categoría Documental), Estados Unidos 2006; Festival de Cine de Woodstock (Premio del público), Estados Unidos 2006