Por: Rodrigo Vidal Tamayo
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Monstruo, lo que se dice monstruo, es la publicidad. Comportándose como hidra de infinitas cabezas se esparce por cualquier espacio, con una ubicuidad que ya quisieran muchos santos. Ella es la encargada de dirigir los gustos y modas del respetable, además de provocar el olvido de tendencias otrora trascendentes. La publicidad es el altar de nuestras almas, a donde vamos a sacrificar nuestras individualidades en aras de una aceptación psicosocial.
A pesar de ello, es imposible vivir sin la presencia de ese monstruo tan seductor. Somos cual Bella que a final de cuentas se vuelve dependiente de Bestia, en una relación amor odio que se extiende hasta el infinito -o hasta el absurdo, como prefiera verse-, dejándonos convencidos de que se está haciendo lo correcto. Es gracias a la publicidad que podemos descubrir la vacuidad de este mundo pusmoderno, pero al mismo tiempo podemos también descubrir excelentes obras de arte urbano-escatológico.
Después de una táctica publicitaria expandida parecida al modelo que seguiría un virus genéticamente manipulado (que por azares de la fortuna, buena o mala, no se percibió en nuestro país, siendo reducida a los posters de rigor) podemos por fin visionar una de las cintas que, si bien le falta un pelo para ser un nuevo clásico, estoy seguro provocará un merecidísimo renacimiento para las películas de monstruos gigantes -subgénero tristemente olvidado por la industria imperial-, situación que la mismísima King Kong no logró (es obvio el por qué: Peter Jackson ya perdió el suelo bajo sus pies).
El año pasado fue posible observar antes de las funciones de Transformers un pequeño trailer de una película sin título. A leguas se notaba que trataba sobre un ataque sobrenatural a Nueva York, pero lo interesante es la manera en que se contaba la historia: en primera persona, convirtiendo al espectador en participante activo. En nuestro vecino del norte la propaganda de la película continuó por medio de sitios de internet que iban desde páginas de myspace de los supuestos personajes, hasta sitios de empresas ficticias que tenían relación con la historia. El último golpe publicitario fue la aparición de un manga (cómic japonés) supuestamente relacionado con la cinta, situación que todavía no ha podido ser comprobada. Para no hacer el cuento más alrgo, dicha pelíucla resultó ser la más nueva producción de J. J. Abrams, famoso por una serie sin pies ni cabeza llamada Lost. Cual Rey Midas de lo desconocido, Abrams apostó por un género que el Godzilla gringo sepultó en la industria… y lo convirtió en un éxito.
Cloverfield representa una bocanada de aire fresco a un concepto ya viejo. Mientras que en la típica película de monstruos gigantes lo importante es mostrar la destrucción ejercida por la(s) bestia(s), aderezando la historia con alguna correría humana, aquí se intenta mostrar las reacciones de las personas participantes de la destrucción, sumidos en un terror producido por la ignorancia, y que puede llegar a ser peor que el producido por el mismo monstruo.
Por supuesto que no se puede hablar de una película de monstruos gigantes sin compararla con la que inició todo, la original Godzilla (Gojira, 1954). Esa cinta es el ejemplo perfecto sobre como utilizar la fantasía para denunciar la inmundicia producida por la humanidad, y al mismo tiempo, producir una película inmortal, tanto como el monstruo del título.
Godzilla es una metáfora sobre la naciente era atómica, evidenciando los costos que ahora estamos pagando. De cierta forma, el hecho de que los japoneses revivan una y otra vez la hecatombe nuclear a través de su cultura popular es una forma de aceptarla, asimilarla y volverla parte de su realidad, al mismo tiempo que impide su olvido y queda como una advertencia velada pero constante. Cloverfield cumple exactamente esa misma función: Si intercambiamos al monstruo por aviones estrellándose en edificios neoyorkinos, esta película se convierte en la vacuna perfecta para eliminar la sensación de impotencia que los gringos –real o hipócritamente- sintieron el 11 de septiembre de 2001. Si se le achaca la culpa a un monstruo, entonces la destrucción no fue culpa de las políticas imperialistas de su gobierno, más bien estaba escrito en el destino de su nación que el apocalipsis llegaría por causas desconocidas. Al mismo tiempo que se termina el miedo al terrorismo, se termina la culpa por ¿intentar? dominar el espectro político mundial.
Pero lecturas conspiratorias aparte, lo cierto es que Cloverfield es una muy buena cinta de monstruos gigantes. El intento por emular la sensación de pertenencia del espectador al filmarla toda en primera persona tiene éxito en tanto se puede apreciar a la perfección las reacciones de la gente ante un ataque de tal magnitud. Si bien es cierto que ese experimento ya se había realizado –con estupendos resultados- en la ya mítica Blair Witch Project, aquí la diferencia, y que es lo que la convertirá en un éxito con el público difícilmente abstractivo, es que el origen del miedo sí aparece en pantalla, justificando las situaciones narradas, incluso el rosado final.
No entraré en detalles sobre la historia debido a lo intrascendente de ésta, baste decir que lo importante de la película es observar el comportamiento de los personajes y cómo el espectador es arrastrado a formar parte de ellos. La experiencia de suspender nuestra incredulidad puede traducirse en una emocionante montaña rusa de adrenalina y endorfinas. La tensión y la angustia que se sufre si uno acepta sumergirse en la historia son compensadas con la sensación de haber visto una película efectiva –que no efectista- al llegar el final. Como decía, la cinta es un interesante giro a la clásica película donde el monstruo capta toda la atención, aquí, aún cuando siempre se tiene presente a la figura desconocida, es el instinto de sobrevivencia el eje sobre el cual transcurre el metraje, retratado de una manera espectacular, realista (salvo la motivación del personaje principal) y atemorizante, muy parecida, supongo, a la que sintieron los neoyorquinos cercanos a la zona cero.
Si mis predicciones con ciertas (y espero que lo sean), Cloverfield permitirá que el subgénero de monstruos gigantes vuelva a ocupar los reflectores, regresando al cine a una era en donde todo es posible, incluso la redención gringa de sus propios temores.
MONSTRUO
(Cloverfield)
Dirección: Matt Reeves; Guión: Drew Goddard; Producción: J. J. Abrams, Bryan Burk; Fotografía: Michael Bonvillain; Edición: Kevin Stitt; Con: Lizzy Caplan (Marlena Diamond), Jessica Lucas (Lily Ford), T. J. Miller (Hud Platt), Michael Stahl-David (Rob Hawkins), Mike Vogel (Jason Hawkins), Odette Yustman (Beth McIntyre)
Estados Unidos, 2008 85 min
Participaciones: Festival Internacional de Cine de Fantasía y Artes Fantásticas de Gerardmer. Francia, 2008